martes, octubre 21, 2008

La otra vez mientras ordenaba la cocina (me he vuelto fan(s) de la cocina) me acordé de un fragmento de 62/Modelo para armar, lo recordé como se recuerdan las novelas, como imágenes que hubiera visto y no leído, entonces lo busqué hace rato y ahora lo pongo aquí: “dónde guardaría Hélène el azúcar y los piyamas… (pero entonces Hélène no era tan, Hélène tenía frascos de sales de baño y toallas de colores preciosos) … el olor de un jabón violeta que resbalaba como una ardilla en la mano, y secarme con la toalla verde puesta por Hélène en el soporte de la izquierda así como mi ropa estaría a la izquierda del placard y seguramente yo dormiría a la izquierda de la cama”.

Lo recordé porque cuando leí este libro, y esta parte del libro hace tres años, estaba de viaje y me quedaba en casa de una amiga, Diana, y así de la misma manera en la que Celia observa a Hélène y se pregunta cómo será su vida en ese departamento en donde las cosas están dispuestas de cierta forma, con un orden, con la armonía que cada quien lleva y le impregna a sus objetos y que ella, Celia, sabe que algún día tendrá, cuando ella como Hélène tenga unas toallas y las disponga en un anaquel del baño y acomodará el cepillo de dientes del lado izquierdo, y los jabones tendrán que ser de un tamaño para las manos y para el cuerpo de otro como de diferentes tamaños son los lápices que colecciona… Esa era la misma sensación cuando veía a Diana acomodando un bote de basura que era del tamaño de una bolsa para sándwich, y después un salero blanco en medio de la mesa del comedor, una tetera pequeña de porcelana japonesa para el té… Diana estaba tan llena de esos detalles que me emocionaban igual que Celia con Hélène, y justamente eso que tenía olvidado regresó de pronto cuando pacientemente alisaba el alambrito que cierra la bolsa de las tortillas y que guardo junto con otros alambritos en un cajón del especiero que era de mi mamá Yuyis, y ese especiero, ese sillón, ese cuadro pequeño, ese mantel blanco, ese corcho, ese gatito rojo sobre el estéreo, esa cuchara de barro, eso que ahora está en mi casa y que por eso mismo puedo decir que es mi casa me regresan a Diana con sus vasitos de sake, con sus alambritos alisados, me regresan los detalles que quería de Diana y que me asombraban y que sin darme cuenta me apropié y ahora tengo en mi casa; no tengo un basurero miniatura, pero sí esa misma paciencia de poner el salero en el especiero, las servilletas, los platos hondos, los cubiertos, y en algunos detalles sé que está ese deseo que sentía cuando veía a Diana acomodar los trastes, me emociona tanto, quiero decir: me emociona mucho esta inauguración de rutinas y de cosas por hacer, que siempre han estado ahí pero que hoy me sorprenden porque son sólo mías, me emociona al grado de encontrarme con esta fuga de recuerdos en donde sé que Diana, aunque ahora no sepa en dónde está, me compartió esa parte de su vida cotidiana que yo sin darme cuenta aprehendí. Y ahora al escribirlos se vuelven un homenaje… un homenaje de lo cotidiano y de las cosas que quiero y me gustan y disfruto (buenos días a las cosas de aquí abajo)… buenas noches a las quesadillas con jocoque, buenas noches al vino tinto, a la música del i-pod, a la luz que está encendida en el baño, buenas noches vaso de agua, lápices de colores, sacapuntas, atril de madera…

Antes ya había escrito algo al respecto, pero desde el presente, ese presente de hace tres años y medio que encapsulé con detalles, señas y signos para que al leerlo de nuevo tuviera el recuerdo así:

 

¿Quieres cenar Yakitori? / Roppongi/ ¿Quieres caminar un poco para allá? / Roppongi/ ¿Quieres subir al último piso? /Roppongi/ ¿Quieres comprar algo?/ Roppongi/ Mira ese sumo/ Roppongi/ ¿Vas a dejar el libro ahí?/ Roppongi/ Pero nadie lo tomará/ Roppongi. Diana juega a contestar con puro “Roppongi”, pero no le sale, se ríe antes de hacerlo. Diana con sus pestañas caídas arrastra las palabras: Rrrrroooppongi… las arrastra como lo hace la voz del metro al anunciar la parada de Roppongi Hills.

Diana me cubre con su paraguas transparente.

Diana tiene la sombra de las gotas en su rostro.

 

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sí, de verdad me emociona mucho leerte porque aprendo como la vida en pequeños detalles se esparce maravillosamente. He creído que uno no tiene otro quehacer más que asombrarse del mundo en que vivimos; sí, sé de lo demás, pero creo que a pesar de todo uno tiene que aprender a vivir en el asombro, ante ese despertar de lo mágico que tiene la vida en medio del horror, ¿por qué no? Me gusta saber que un especiero puede iluminar tu mirada o que unos pequeños hilos rojos te den la memoria del amor. Siempre estará Roppongi, y Diana te pertenecerá en esa pequeña parte de su vida